La forma del agua, un viaje al corazón del cine

 

Por Tamara Snitman

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A días de haberse entregado los Premios Oscar, nos preguntamos las razones por las que un film como La forma del agua se llevó la estatuilla más importante, además de otras 12 nominaciones de la Academia. La última obra del mexicano Guillermo Del Toro (en la que no podían faltar criaturas fantásticas!), no sólo es una metáfora sobre lo diferente, sino una real inmersión en la historia del cine. Si a eso le sumamos la evidente crítica social y un diseño de producción en donde ningún elemento es casualidad, tendremos una favorita asegurada para la industria hollywoodense.

Con la Guerra Fría como telón de fondo, la historia transcurre en la conservadora ciudad de Baltimore en 1962 donde Elisa (Sally Hawkins), una joven muda y huérfana, es empleada de limpieza en un laboratorio secreto del gobierno. Aislada del mundo real, tiene como únicos amigos a Zelda (Octavia Spencer), víctima de la discriminación a los afroamericanos, y a Giles (Richard Jenkins), su vecino homosexual y obsesionado con la idea de estar envejeciendo. La vida de estos tres personajes dará un giro cuando descubren a la criatura marina que tienen encerrada en el laboratorio, con quien Elisa podrá entablar una relación muy particular.

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Pero más allá del argumento romántico, La forma del agua esconde (o no tanto) un verdadero homenaje a los géneros clásicos del cine estadounidense. La casa de Elisa se encuentra justo encima de un cine, con lo cual la luz de la pantalla se filtra por todos los rincones. Acompañada siempre por su vecino, esta mujer soñadora pasa sus tiempos libres mirando musicales en la TV… Su vida está construida literalmente sobre el cine.

Las referencias son innumerables: muchas de ellas declaradas por el propio director y tantas otras que aparecerán sorpresivamente en el inconsciente de cada espectador. Por un lado, la indudable alusión al cine de serie B de los ´40 y ´50, como El monstruo de la laguna negra de 1954 y todos los films inspirados en King Kong y Frankenstein. Es imposible no pensar también en el cuento de La Bella y la Bestia, aunque con un giro: Del Toro ha comentado que le “interesaba más desarrollar un personaje femenino redondo, con una línea más compleja que la de una princesita. Por otro lado, la bestia no va a cambiar”. De hecho, Sally Hawkins tuvo que componer su personaje basándose en las actrices del cine mudo de Chaplin: tristes, sencillas y coquetas a la vez, pero sin caer en la belleza estereotipada.

El otro gran reconocimiento es al cine musical: desde los clásicos en blanco y negro de primera mitad de siglo, pasando por las secuencias de tap, hasta películas contemporáneas como Bailarina en la oscuridad (2000) y La La Land (2016). En cuanto a Elisa, es clara su relación con la protagonista de Amélie (2001), jóvenes solitarias y soñadoras, amantes de los pequeños placeres de la vida (con estéticas muy similares, ambos films parecen ser musicales aunque nadie cante ni baile).

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No podemos dejar de mencionar el trabajo de la banda sonora de Alexandre Desplat y el minucioso diseño de producción (ambas categorías ganadoras del Oscar), con la codificación de colores, la construcción de ambientes y decorados y la presencia permanente del agua. El film está situado precisamente en una época en la que Estados Unidos desarrolla toda su maquinaria publicitaria para diferenciarse del Otro (los rusos, lo extraño, lo de afuera), definiéndose como país a través del cine, la música y la TV.

Combinando reflexiones sobre lo bello y lo “normal” con un homenaje al cine en todas sus formas, una historia de amor en tiempos de guerra (con espías secretos incluidos) y un retrato del American way of life, La forma del agua reunió todos los elementos que tanto le gustan a los estadounidenses. Y nada más adecuado que una oda a la propia industria para llevarse el premio mayor…

 

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